OBSERVO cómo el espejo retrovisor derecho del carro en movimiento se va tragando escena tras escena de la ciudad. Todo es tan rápido que no alcanzo a retener nada en concreto. Centro mi atención en la imagen del chofer, por el espejo interior. Su mandíbula se aprieta continuamente, quizá por el nerviosismo que le causa el intenso tráfico.
No intento iniciar un diálogo; mejor trato de inventar una historia.
Este hombre calza sucios y gastados zapatos; la incipiente barba y el cabello algo crecido, le dan un aspecto descuidado. Pienso que debe estar agobiado por problemas económicos. ¿Qué tanto puede ganar un chofer de taxi? Quizá $50.00 diarios; cantidad que actualmente no alcanza para sostener una familia. El hombre me ignora por completo. Va metido en sí mismo, con prisa, por llegar al lugar que le indiqué.
Sé que al descender del carro inmediatamente otro pasajero lo abordará, y seguirá con su misma prisa para andar de aquí hacia allá, sin un destino propio.
Debe tener apetito, porque en un tris y a grandes bocados, se termina una torta y un refresco enlatado.
No va encadenado, pero como si lo fuera. Como un castigo irá rodando, con sus tristes pensamientos, siempre mirando de reojo el espejo izquierdo. Todo automáticamente, como bestia condenada a una noria. Con prisa para terminar la tarea diaria, sabiendo que al día siguiente se repetirá la historia.
Al llegar al sitio donde voy, pago la tarifa; desciendo del carro, y me dice el desgraciado:
- No tía, son $9,00, no $7.00.
- ¿Cara de qué me ve? - le inquiero-; en primer lugar no soy su tía; a mí llámeme señora; y no le voy a pagar más de lo que estipula el Reglamento.
Me alejo mascullando mi rabia contra el taxista, cuando alcanzo a escuchar que por medio del claxon me mienta la madre. Volteo, y con el brazo hago una seña obscena que significa lo mismo.
¡Maldito! Todavía eso, después de que en todo el trayecto tuve que soportar el olor de sus pestilentes patas.
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